Hay muchas versiones de este cuento escrito por Hans
Cristian Anderson.
Contaré una de ellas aunque la original es bastante más
cruel tal como corresponde a un cuento nacido en una época determinada.
El cuento dice así:
Hace mucho,
mucho tiempo, vivió una niña tan pobre que ni siquiera podía comprar zapatos, y
por eso andaba siempre descalza hasta que comenzó a recoger los trapos viejos que encontraba y, con el
tiempo, se cosió un par de zapatillas rojas. Aunque eran muy toscas, a ella le
gustaban.
Al quedar
huérfana su situación empeoró y se vio obligada a comer aquello que encontraba
por el camino y en el bosque hasta que un
día, mientras bajaba por el camino con sus andrajos y sus zapatillas rojas, un
carruaje dorado se detuvo a su lado. La anciana que viajaba en su interior le
dijo que se la iba a llevar a su casa y la trataría como si fuera su hijita.
Así pues, la niña se fue a la casa de la acaudalada anciana y allí le lavaron y
peinaron el cabello. Le proporcionaron una ropa interior de purísimo color
blanco, un precioso vestido de lana, unas medias blancas y unos relucientes
zapatos negros. Cuando la niña preguntó por su ropa y, sobre todo, por sus
zapatillas rojas, la anciana le contestó que la ropa estaba tan sucia y las
zapatillas eran tan ridículas que las había arrojado al fuego donde habían
ardido hasta convertirse en ceniza.
La niña se puso muy triste, pues, a pesar de la
inmensa riqueza que la rodeaba, las humildes zapatillas rojas cosidas con sus
propias manos le habían hecho experimentar su mayor felicidad. Ahora se veía
obligada a permanecer sentada todo el rato, a caminar sin patinar y a no hablar
a menos que le dirigieran la palabra, pero un secreto fuego ardía en su corazón
y ella seguía echando de menos sus viejas zapatillas rojas por encima de
cualquier otra cosa.
En cierta ocasión muy especial, la anciana llamó a la niña a su presencia:
- Ve y
cómprate calzado adecuado para la ocasión. Y le dio el dinero
Pero Karen,
aprovechando que la vieja dama no veía muy bien, compró un par de zapatos
rojos de baile que siempre miraba de reojo al pasar por el escaparate del
zapatero.
Llegado el día
de la celebración, todo el mundo miraba los zapatos rojos de Karen poco
apropiados según todos para la ocasión.
Incluso
alguien hizo notar a la anciana mujer que no estaba bien visto que una
muchachita empleara ese tono en el calzado. La mujer, enfadada con Karen por
haber desobedecido, le dijo
- Eso es
coquetería y vanidad, Karen, y ninguna de esas cualidades te ayudará nunca.
Sin embargo,
la niña aprovechaba cualquier ocasión para lucirlos. La pobre señora murió al
poco tiempo y se organizó el funeral. Como había sido una persona muy buena,
llegó gente de todas partes para celebrar el funeral.
Cuando Karen
se vestía para acudir, vio los zapatos rojos con su charol brillando en la
oscuridad. Sabía que no debía hacerlo, pero, sin pensárselo dos veces,
cogió las zapatillas encantadas y metió dentro sus piececitos:
-¡Estaré
mucho más elegante delante de todo el mundo!- se dijo. Al entrar en la iglesia,
un viejo horrible y barbudo se dirigió a ella:
-¡Qué
bonitos zapatos rojos de baile! ¿Quieres que te los limpie?- le dijo.
Karen pensó
que así los zapatos brillarían más y no hizo caso de lo que la señora siempre
le había recomendado sobre el recato en el vestir. El hombre miró fijamente las
zapatillas, y con un susurro y un golpe en las suelas les ordenó:
-¡Ajustaos
bien cuando bailéis!
Al salir de
la iglesia, ¡Cuál sería la sorpresa de Karen al sentir un cosquilleo en los
pies! Las zapatillas rojas se pusieron a bailar como poseídas por su propia música.
Las gentes
del pueblo, extrañadas, vieron como Karen se alejaba bailando por las
plazas, los prados y los pastos. Por más que lo intentara, no había forma
de soltarse los zapatos: estaban soldados a sus pies, ¡y ya no había manera de
saber qué era pie y qué era zapato! Pasaron los días y Karen seguía bailando y
bailando.
¡Estaba tan
cansada...! y nunca se había sentido tan sola y triste. Lloraba y lloraba mientras bailaba, pensando en lo
tonta y vanidosa que había sido, en lo ingrata que era su actitud hacia la
buena señora y la gente del pueblo que la había ayudado tanto.
- ¡No puedo
más!- gimió desesperada -¡Tengo que quitarme estos zapatos aunque para ello sea
necesario que me corten los pies!-
Karen se
dirigió bailando hacia un pueblo cercano donde vivía un verdugo muy famoso por
su pericia con el hacha. Cuando llegó, sin dejar de bailar y con lágrimas en
los ojos gritó desde la puerta:
-¡Sal! ¡Sal!
No puedo entrar porque estoy bailando.
-¿Es que no
sabes quién soy? ¡Yo corto cabezas!, y ahora siento cómo mi hacha se
estremece.- dijo el verdugo.
-¡No me
cortes la cabeza -dijo Karen-, porque entonces no podré arrepentirme de mi vanidad!
Pero por favor, córtame los pies con los zapatos rojos para que pueda dejar de
bailar.
Pero cuando
la puerta se abrió, la sorpresa de Karen fue mayúscula. El terrible verdugo
no era otro que el mendigo limpiabotas que había encantado sus zapatillas rojas.
-¡Qué
bonitos zapatos rojos de baile!- exclamó -¡Seguro que se ajustan muy bien al
bailar!- dijo guiñando un ojo a la pobre Karen
-Déjame
verlos más de cerca...-. Pero nada más tocar el mendigo los zapatos con sus
dedos esqueléticos, las zapatillas rojas se detuvieron y Karen dejó de bailar.
Karen guardó
en una urna de cristal sus zapatillas r0jas y no pasó un solo día en el que no
agradeciera que ya no tuviera que seguir bailando dentro de ellas.
***
Aquí acaba
el cuento pero el final auténtico del mismo le pertenece cada mujer que lo lea.
Nadie tiene
derecho a quemar las zapatillas que hicimos con nuestras propias manos, ni a
manipular las nuevas para que no podamos tener control sobre nuestros instintos
y nuestra voluntad. Nadie tiene derecho a hacernos sentir culpables por
escuchar nuestra música interior. Danzar es escuchar el alma, es darle rumbo a
nuestro poder interior, es acompasarse con la vida…
Una mujer
tiene derecho a elegir el color de sus zapatillas y ponérselas y quitárselas
cuando precise hacerlo, tiene derecho a danzar, danzar, danzar incluso,
sobretodo descalza
había una voz(Teresa Delgado) © 2016
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